Colin tiene tres lunares en el dorso de la mano izquierda,
junto al pulgar. Son más bien pecas, pequeñas y oscuras sobre su piel pálida,
un triángulo irregular al que nadie mira. Todo el mundo se fija en sus nudillos
grandes y desiguales, el del corazón más prominente que el del meñique, el del
índice más grande que el del anular, y en sus uñas cortas con la piel de
alrededor mordida, y en sus dedos largos y delgados, piel seca y huesos de
pájaro, como ramas a punto de partirse. Todo el mundo se fija, pero todo el
mundo se olvida de sus pecas y de sus nudillos y de sus uñas y de cómo se
muerde la piel cuando no puede romperse el alma y de cómo se le partirían los
dedos si se hiciera la fuerza suficiente. Colin nunca miró esos lunares con
atención, pero tampoco miró sus manos, ni sus muñecas ni su cara ni sus
piernas. Colin nunca fue bueno mirándose al espejo, reconociéndose como un
humano. Hay mañanas confusas en las que todavía le cuesta.
Colin siempre fue bueno delante del espejo de su mente. Está
bien, porque todo está bien y ha vuelto poco a poco a una normalidad que antes
sólo existía una vez de cada siete, durante un tiempo muy corto y muy
brillante. Saberse ganador de una guerra que se llevó a muchos de los suyos (y
también un poco a él) no es reconfortante porque él sólo creyó en ello cuando
le obligaron, cuando le enfadaron. Ahora no cree en todo lo que pasó y no es
capaz de sentirlo igual que lo siente Desdémona, que lo siente Rasputín, que lo
siente St.
A veces se coloca. Algunas mañanas. Sin pensarlo. Nada
fuerte, nada duro, el porro entre sus labios secos tan fácil de olvidar como
las pecas de su mano izquierda, como Felicidad fumando crack en el baño del
Gorges mientras él finge que no se da cuenta. No se coloca mucho, ni muchas
veces, ni todos los días, y no le da importancia porque sigue sólo hasta que la
realidad se ralentiza y las esquinas se doblan, y entonces para. Siempre antes
de querer remangarse la camiseta. Antes de tener que volver a contar estrellas.
Luego, se mira en el espejo y le cuesta un poco reconocerse.
No sabe muy bien por qué lo hace. Supone que por nada, sólo
por el simple hecho de hacerlo. Tengo
este poder. El de hacer los bordes de la realidad tan suaves y redondos que
no pinchan ni cortan, el de hacer que el pecho le pese menos, el de hacer que
sus huesos de pájaro floten un poco sin flotar. Lo hace por hacerlo, porque
después de tantos años de hacerlo todo por una razón (el dinero, el miedo, la
ira, la venganza, la rabia de tener que volver a hacerlo todo, el deber enganchado a su espalda y como un
demonio y el saberse enganchado a él como a la peor de las drogas, Desdémona,
St, Drea, Serguéi, Maya, Rasputín. Ámbar. Loras) quizá se merezca un poco de
calma, un poco de hacerlo porque puede, porque quiere, porque él es él y todas
sus posibilidades. No lo piensa así, no antes de encender el porro, pero quizás
sí después, cuando lo estrella contra el cenicero y lo pone todo perdido de
ceniza.
La ceniza siempre ha estado ahí.
Algunas noches llega borracho a casa. Un poco, nunca mucho,
siempre rodeando la cordura y mirándola desde lejos, pero sabiendo que está
ahí. Esas noches no se mira al espejo pero no llega a la cama, se tumba en el
sofá rodeado de ceniza y se enciende un cigarro, se mira la cara interna de los
brazos, piensa en una jeringuilla y en que Ámbar ya no está ahí para
vendérselo, ya no está ahí para pararle los pies. Se duerme, poco y mal,
rezaría si creyera en rezar por que mañana fuera domingo, algunos días lo es.
No se mueve. Se despierta a la mañana siguiente un poco gris. Se da una ducha,
desayuna solo en el sofá, mirando a la pared porque no cree en la televisión,
no cree en los periódicos.
Una de las mañanas, sale de la ducha y no está solo. Pero
Colin no cree en los fantasmas.
—¿Es esta una forma de llamar la atención o de verdad
quieres autodestruirte ahora que has sobrevivido? ¿Es estrés postraumático?
—Esdras está ahí, sentado en su sofá, examinando el cogollo que dejó anoche
preparado sobre la mesita, como Pedro por su casa y lanzándole palabras
complicadas a estas horas. Colin ni lo mira, pasa por su lado y se sirve un
café. Mira su taza un segundo y suspira. Después de pegarle un puñetazo al amiguito
imbécil con coleta, prometió a Sunday que intentaría ser civilizado. Ni
siquiera sabe muy bien por qué le prometió eso a Sunday, pero nunca falla a sus
promesas. Cree demasiado en ellas.
—¿Es esto un numerito de hermano mayor que no te he pedido o
te ha mandado Sunday porque quiere que haga algo? —Contesta, encendiéndose un
cigarrillo— ¿Quieres un café?
Esdras entorna los ojos, deja el cogollo donde lo encontró y
se rasca la barba.
—Sí. Al café. ¿Fumas todos los días?
Colin no fue un adolescente rebelde porque su madre no era
una autoridad ni de lejos, no porque no supiera, así que sirve la taza de café
y alza las cejas, desafiante.
—¿Te importa?
—Tú qué crees.
Colin le pasa la taza y se sienta junto a él, dándole una
calada al cigarrillo.
—Que no.
Esdras suspira, se pasa una mano por el pelo. Tiene unas
manos curiosas, Esdras, delgadas y quebradizas, los dedos largos de uñas cortas
y rodeadas de heridas, los nudillos desiguales y prominentes. Tres lunares
junto al pulgar izquierdo.
—Como quieras, Colin. Sólo preguntaba, no pasa nada si no
quieres responder.
—Qué ibas a hacer tú con la respuesta, de todas maneras.
—¿Sigues sin creer en mí?
Colin da un sorbo a su café y mira a Esdras a los ojos. Se
lleva el cigarrillo a los labios y da una calada, luego otra, soltando el humo
por la nariz.
—No creo en vosotros y en vuestras historias.
—Pero sabes que son ciertas.
—No tiene nada que ver. A qué has venido.
—A ver si estabas bien.
—Ya has visto que sí.
—Ya he visto que no. ¿Vas a dejar de hacer el idiota?
—Fuera.
—¿Vas a dejarte ayudar?
Colin se levanta. Hay una calma extraña en su expresión,
idéntica a la de Esdras, que le aguanta la mirada. Es raro que le mire a los
ojos así, porque generalmente no lo hace. Colin siente la ira bullendo en algún
punto de su cabeza, pero respira hondo antes de dejarla salir. No va a dejarse
ayudar. Colin no se ha dejado ayudar nunca. Y menos por Esdras.
—¿Vas a irte ya, o tengo que echarte?
—Voy a irme. —Hay un momento en el que Esdras aprieta los
dientes y Colin puede verle la mandíbula a través de la piel y se prepara para
saltar si es necesario, pero no lo es. Esdras se levanta, deja la taza en la
mesa sin tocar, le tiende una mano que él no estrecha— Pero tú vendrás. Hazme
caso.
—Si tu capacidad para ver el futuro es la misma que para
librarte de alguien, seguro que no voy. Adiós, Esdras.