noviembre 15, 2015

Tres lunares

Colin tiene tres lunares en el dorso de la mano izquierda, junto al pulgar. Son más bien pecas, pequeñas y oscuras sobre su piel pálida, un triángulo irregular al que nadie mira. Todo el mundo se fija en sus nudillos grandes y desiguales, el del corazón más prominente que el del meñique, el del índice más grande que el del anular, y en sus uñas cortas con la piel de alrededor mordida, y en sus dedos largos y delgados, piel seca y huesos de pájaro, como ramas a punto de partirse. Todo el mundo se fija, pero todo el mundo se olvida de sus pecas y de sus nudillos y de sus uñas y de cómo se muerde la piel cuando no puede romperse el alma y de cómo se le partirían los dedos si se hiciera la fuerza suficiente. Colin nunca miró esos lunares con atención, pero tampoco miró sus manos, ni sus muñecas ni su cara ni sus piernas. Colin nunca fue bueno mirándose al espejo, reconociéndose como un humano. Hay mañanas confusas en las que todavía le cuesta.
Colin siempre fue bueno delante del espejo de su mente. Está bien, porque todo está bien y ha vuelto poco a poco a una normalidad que antes sólo existía una vez de cada siete, durante un tiempo muy corto y muy brillante. Saberse ganador de una guerra que se llevó a muchos de los suyos (y también un poco a él) no es reconfortante porque él sólo creyó en ello cuando le obligaron, cuando le enfadaron. Ahora no cree en todo lo que pasó y no es capaz de sentirlo igual que lo siente Desdémona, que lo siente Rasputín, que lo siente St.
A veces se coloca. Algunas mañanas. Sin pensarlo. Nada fuerte, nada duro, el porro entre sus labios secos tan fácil de olvidar como las pecas de su mano izquierda, como Felicidad fumando crack en el baño del Gorges mientras él finge que no se da cuenta. No se coloca mucho, ni muchas veces, ni todos los días, y no le da importancia porque sigue sólo hasta que la realidad se ralentiza y las esquinas se doblan, y entonces para. Siempre antes de querer remangarse la camiseta. Antes de tener que volver a contar estrellas. Luego, se mira en el espejo y le cuesta un poco reconocerse.
No sabe muy bien por qué lo hace. Supone que por nada, sólo por el simple hecho de hacerlo. Tengo este poder. El de hacer los bordes de la realidad tan suaves y redondos que no pinchan ni cortan, el de hacer que el pecho le pese menos, el de hacer que sus huesos de pájaro floten un poco sin flotar. Lo hace por hacerlo, porque después de tantos años de hacerlo todo por una razón (el dinero, el miedo, la ira, la venganza, la rabia de tener que volver a hacerlo todo, el deber enganchado a su espalda y como un demonio y el saberse enganchado a él como a la peor de las drogas, Desdémona, St, Drea, Serguéi, Maya, Rasputín. Ámbar. Loras) quizá se merezca un poco de calma, un poco de hacerlo porque puede, porque quiere, porque él es él y todas sus posibilidades. No lo piensa así, no antes de encender el porro, pero quizás sí después, cuando lo estrella contra el cenicero y lo pone todo perdido de ceniza.
La ceniza siempre ha estado ahí.

Algunas noches llega borracho a casa. Un poco, nunca mucho, siempre rodeando la cordura y mirándola desde lejos, pero sabiendo que está ahí. Esas noches no se mira al espejo pero no llega a la cama, se tumba en el sofá rodeado de ceniza y se enciende un cigarro, se mira la cara interna de los brazos, piensa en una jeringuilla y en que Ámbar ya no está ahí para vendérselo, ya no está ahí para pararle los pies. Se duerme, poco y mal, rezaría si creyera en rezar por que mañana fuera domingo, algunos días lo es. No se mueve. Se despierta a la mañana siguiente un poco gris. Se da una ducha, desayuna solo en el sofá, mirando a la pared porque no cree en la televisión, no cree en los periódicos.
Una de las mañanas, sale de la ducha y no está solo. Pero Colin no cree en los fantasmas.
—¿Es esta una forma de llamar la atención o de verdad quieres autodestruirte ahora que has sobrevivido? ¿Es estrés postraumático? —Esdras está ahí, sentado en su sofá, examinando el cogollo que dejó anoche preparado sobre la mesita, como Pedro por su casa y lanzándole palabras complicadas a estas horas. Colin ni lo mira, pasa por su lado y se sirve un café. Mira su taza un segundo y suspira. Después de pegarle un puñetazo al amiguito imbécil con coleta, prometió a Sunday que intentaría ser civilizado. Ni siquiera sabe muy bien por qué le prometió eso a Sunday, pero nunca falla a sus promesas. Cree demasiado en ellas.
—¿Es esto un numerito de hermano mayor que no te he pedido o te ha mandado Sunday porque quiere que haga algo? —Contesta, encendiéndose un cigarrillo— ¿Quieres un café?
Esdras entorna los ojos, deja el cogollo donde lo encontró y se rasca la barba.
—Sí. Al café. ¿Fumas todos los días?
Colin no fue un adolescente rebelde porque su madre no era una autoridad ni de lejos, no porque no supiera, así que sirve la taza de café y alza las cejas, desafiante.
—¿Te importa?
—Tú qué crees.
Colin le pasa la taza y se sienta junto a él, dándole una calada al cigarrillo.
—Que no.
Esdras suspira, se pasa una mano por el pelo. Tiene unas manos curiosas, Esdras, delgadas y quebradizas, los dedos largos de uñas cortas y rodeadas de heridas, los nudillos desiguales y prominentes. Tres lunares junto al pulgar izquierdo.
—Como quieras, Colin. Sólo preguntaba, no pasa nada si no quieres responder.
—Qué ibas a hacer tú con la respuesta, de todas maneras.
—¿Sigues sin creer en mí?
Colin da un sorbo a su café y mira a Esdras a los ojos. Se lleva el cigarrillo a los labios y da una calada, luego otra, soltando el humo por la nariz.
—No creo en vosotros y en vuestras historias.
—Pero sabes que son ciertas.
—No tiene nada que ver. A qué has venido.
—A ver si estabas bien.
—Ya has visto que sí.
—Ya he visto que no. ¿Vas a dejar de hacer el idiota?
—Fuera.
—¿Vas a dejarte ayudar?
Colin se levanta. Hay una calma extraña en su expresión, idéntica a la de Esdras, que le aguanta la mirada. Es raro que le mire a los ojos así, porque generalmente no lo hace. Colin siente la ira bullendo en algún punto de su cabeza, pero respira hondo antes de dejarla salir. No va a dejarse ayudar. Colin no se ha dejado ayudar nunca. Y menos por Esdras.
—¿Vas a irte ya, o tengo que echarte?
—Voy a irme. —Hay un momento en el que Esdras aprieta los dientes y Colin puede verle la mandíbula a través de la piel y se prepara para saltar si es necesario, pero no lo es. Esdras se levanta, deja la taza en la mesa sin tocar, le tiende una mano que él no estrecha— Pero tú vendrás. Hazme caso.

—Si tu capacidad para ver el futuro es la misma que para librarte de alguien, seguro que no voy. Adiós, Esdras.

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